De arriba abajo: Un traductor (2018), el simulacro ante un dilema ético

Aproximación crítica a Un traductor (Rodrigo y Sebastián Barriuso, 2018), uno de los largos de ficción estrenados en Cuba durante 2019.

El actor Rodrigo Santoro en un fotograma de Un traductor.

Foto: Tomada de habanafilmfestival.com

Hasta donde conozco, fue Joseph Campbell uno de los primeros mitólogos en aportar el estudio más exhaustivo sobre el mito del héroe en las culturas universales, en su ensayo The Hero With The Thousand Faces (1949). Basado en el psicoanálisis de Jung respecto al hallazgo de mitemas recurrentes en la simbología del imaginario colectivo, Campbell desentrañaba una morfología de la narrativa mítica, al parecer invariable, en su observación del proceso evolutivo de la figura del héroe en las historias de carácter épico, tanto en las tradiciones orales como escritas.

La estructura monolítica de tales narrativas, apenas diferenciadas por la naturaleza de su gramática argumental, direcciona un recorrido casi siempre aristotélico de la denominada aventura heroica: el Llamado, precedido de un momento inicial de desconocimiento, por parte del héroe, de sus cualidades innatas; el Cruce del umbral y Separación; el Enfrentamiento a las Pruebas calificantes; la Victoria-Derrota y, por último, el Retorno, serían los ciclos básicos que componen la travesía.

Vladimir Propp, Lévi-Strauss, Greimas, Todorov, Eco, entre otros importantes estudiosos del mito y su simbología, demostrarían más tarde la validez de la teoría campbelliana al estudiar, desde el estructuralismo, la semántica y la semiótica en general, los modos en que los rizomas de la mitopoiesis se trasvisten con facilidad en disímiles soportes textuales. Dada la universalidad de sus máscaras y posibles caminos, la aventura del héroe es entendida como un mito cultural.

Gran parte del éxito que ha tenido entre el público cubano el filme Un traductor (2018), de los hermanos Rodrigo y Sebastián Barriuso —me atrevo a augurar lo tendrá más allá, también, de las fronteras insulares—, se debe al modo en que su historia se adecua a la horizontalidad de este modelo narrativo, cuyo epicentro dramático sostiene la evolución de un personaje que comparte características similares a la del héroe mitológico.

La trama de esta película gira alrededor de la vida de Malin (Rodrigo Santoro), un profesor de literatura rusa en la Universidad de La Habana. El desastre de Chernobil y la llegada a Cuba de los primeros niños soviéticos afectados por el accidente nuclear interrumpen su dinámica familiar y la estabilidad de su matrimonio pues, como muchos profesores de su claustro, Malin recibe la misión de trabajar como intérprete entre los médicos cubanos, los niños soviéticos accidentados y sus familiares acompañantes en un hospital de La Habana. Y en medio de esto sobreviene el inicio de un período de escaseces y dificultades económicas para Cuba.

El espectador asiste a la trayectoria de metamorfosis de un personaje, auscultado en medio de la vorágine del devenir insular; se trata de una narrativa, en síntesis, bastante lineal, en la cual el contexto histórico-social determina el conflicto psicológico del protagonista, un sujeto común que, por la naturaleza de sus acciones, adquiere un grado de heroicidad.

Fotograma de Un traductor.

En un trabajo reciente, llamaba a esa epidérmica linealidad en el sentido expositivo de la película “una lección de cautela”[1]. Tratándose de una ópera prima y dada la sensibilidad del tema abordado, con el cual sus realizadores pretendían agenciarse la identificación del espectador, Un traductor consigue de manera exitosa enhebrar el proceso empático. De esta manera, las lecturas sobre este filme —aun en sus detractores— casi siempre convergen en resaltar la intencionalidad de un mensaje estético cuyo contenido ideológico responde al desiderátum de una teleología del epos nacional. Con razón, pudiera decirse que Un traductor nos enseña cuánto puede el altruismo contribuir en favor de causas justas, cuán necesario es doblegar el individualismo en aras del bien común. Pero no solo eso.

Mi propuesta de lectura es justo la mirada cuestionadora al establishment que desliza en la película, subrepticiamente, la actitud altruista (camaleónica) del héroe; la manera en que participa de una disciplina de campamento y se doblega cuando tiene que cumplir, aunque sea por causas nobles, las “órdenes de arriba”. Desde esta perspectiva Un traductor, como otros filmes nacionales más recientes, insiste en destacar los diversos modos en que el sujeto nacional establece estrategias discursivas de supervivencia ante el desajuste y la manipulación ideológica del poder. En este caso, diría que la columna vertebral de su sustrato ideológico observa la forma en que el simulacro tiende estrategias de anclaje con el propósito de resolver los conflictos que le generan un problema ético. En el orden psicológico, cómo los efectos del enfrentamiento entre el ser y el deber-ser de la conducta humana, pautados por la ideología dominante, determinarán en el personaje un desequilibrio emocional que trasviste, a posteriori, una postura contestataria.

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En el segmento introductorio, el guion aporta las posibles claves para lograr esta perspectiva de lectura, pues, a mi juicio, una escena allí resume todo el entramado fictivo de la película: Malin llega con su hijo a casa luego de asistir al histórico recibimiento de Gorbachov y, después de saludar a su esposa, el diálogo hace referencia a una supuesta entrevista entre el profesor y una escritora soviética. “Ella tiene la teoría, dice Malin, de que los soviéticos y los cubanos comparten la misma sensación de aislamiento. Ellos aislados en su tierra, y nosotros estoicos en el mar”. “¿Y cómo encaja tu tesis en todo eso?”, le pregunta la esposa, y el profesor le responde: “Todavía no lo sé”. El filme no añade información mínima sobre la tesis que escribe el profesor —probablemente relacionada con la literatura rusa—, pero de cierta manera activa la comprensión de que lo que veremos de la vida de Malin será, como en efecto sucede, una especie de metáfora que responderá a la interrogante de Isona.

Desde mi punto de vista, Malin es un sujeto que ha conseguido —digamos que bastante bien— acoplarse a un contexto sociopolítico que no comparte del todo, un tipo acomodado en la inercia del lassez-faire y eso no parece molestarle en tanto no altere su rutina hogareña y laboral. Su estatus profesional como docente universitario en los dorados ochenta le ha proporcionado una relativa estabilidad económica y, gracias a eso, ha construido una familia envidiable.

En tanto asiste al histórico recibimiento a Mijaíl Gorbachov en La Habana, en un acto masivo, el rostro de Malin no se muestra contagiado por la efervescencia revolucionaria que bulle a su alrededor. Tampoco será muy elocuente cuando se trata de hablar de política en casa de los suegros, a propósito de la visita del líder soviético o del más reciente discurso de Fidel. En lo adelante, la dinámica de las relaciones causales incorporará nuevos elementos que matizan las características personológicas del protagonista y su evolución a lo largo de la trama. Por ejemplo, el interesante paralelismo, acaso sutil, entre el propio Malin y el personaje de Poprischew, protagonista de la novela Diario de un loco, de Nicolái Gógol, que sus estudiantes debaten en clase. El espectador está forzado a establecer la analogía porque el guion de la película apuesta por una trayectoria circular, solo perceptible en su segmento final cuando el montaje en cortes discontinuos de las secuencias clase-trayectoria de Malin en bicicleta hacia la costa, mientras las voces en off cubren la edición de estos planos, terminan por apuntalar dicha simetría. En la clase se debate en torno a un personaje cuyo conflicto existencial es justamente la parábola del pez que se siente fuera del agua, un tipo afectado por la neurosis de una simulación que está a punto de llevarlo a la locura. Se cree “aristócrata”, dicen los estudiantes, tal vez porque “piensa que lo es y quiera darse más valor como ser humano”. Sin embargo, la causa de su neurosis es justo la comprensión de que su desfavorable situación social le impide alcanzar metas más altas, o como dicen los estudiantes, proveerse de “la vida que quiere”.

Aunque se alude también al idilio platónico entre Poprischew y la hija del director del departamento ministerial donde trabaja, me interesa del paralelismo entre Malin y el personaje literario el énfasis en la inercialidad de uno y otro, sobre todo en el primero, la cual oblitera sus posibilidades de mejorar su status quo, según sus intereses personales. En el caso del profesor —y también de su esposa— esas aspiraciones se reducen al crecimiento profesional que en un momento entrarán en conflicto con la ideología de una sociedad que supedita las aspiraciones materiales individuales en favor de la colectividad, sin retribuciones de ninguna índole, a no ser la de la satisfacción de haber contribuido al mejoramiento común. Desde ese punto de vista, el conflicto de Malin es, por tanto, un conflicto existencial salpicado por cuestiones ideológicas, toda vez que la simulación se ve afectada por el mandato que sobreviene como una suerte de deus-ex maquina.

La película no pone mucho acento en esa crítica sociopolítica, pues prefiere el abordaje del asunto como quien lanza petardos de poca estridencia, sin muchos sobrecogimientos de alarma: la noticia del “cambio de labor” es acogida por los profesores a regañadientes, sin la posibilidad apenas de la explicación y la protesta, como simples actores-marionetas, piezas en un tablero de ajedrez cuyos movimientos son determinados por el rey que los planifica a su antojo desde la distancia. Resulta sintomático el descontento de Malin, que ironiza con la enfermera cuando le dice que, si lo desea, puede ir a quejarse con Fidel Castro. Malin riposta con el latigazo de una bufa subversiva —le dice más o menos así: “esto me huele a otro plan maestro”— de la que se retracta, o mejor, se doblega, cuando Ronald (Mario Guerra) decide buscarlo en su casa, pues se ha negado a obedecer el mandato. A regañadientes, el acatamiento es la opción sensata, la más inteligente, debido a las posibles implicaciones de su actitud negativa para su desempeño profesional, y apuesta otra vez por el lassez-faire, lassez passer, pues como le dice la enfermera argentina, “esto no hay que entenderlo, porque si lo entiendes, te volverás loco”.

Todo lo anterior pasa a un segundo plano, pues lo que sigue es el modo con que Malin asimila la orden: de una forma sincera, sin dobleces, con entrega, se involucra sentimentalmente. Esto es lo mejor que muestra la película. A Malin no le resulta difícil comprender la gravedad del asunto, pues se trata de la vida de inocentes infantes que ni siquiera entienden por qué están allí, por qué ha sucedido toda esa tragedia. Malin tampoco, pero su desempeño en el escenario social permite que, al menos por un tiempo, permanezca alineado con la pátina moral del prototipo ideológico guevariano, que exige de él incondicionalidad a toda prueba. No hay cabida al cuestionamiento de la conducta porque, a fin de cuentas, el deber-ser reclama su cuota de altruismo que el profesor aporta con creces. Incluso, aun cuando es capaz de abandonar a su familia en medio de las tensiones y rupturas, la película nos dice que ese contacto con otros dramas humanos le hacen ser un mejor padre. Ese énfasis en la trayectoria evolutiva del personaje quizás haya favorecido el detenimiento, por parte del público y la crítica, en la mirada “nostálgica” del filme a un periodo de parteaguas en nuestro devenir insular. Y en medio de la teluricidad, del crecimiento personal, la investidura heroica, la sensación, más o menos romántica, del deber cumplido…

Mi subrayado, no obstante, se inclina por la observación de un desequilibrio emocional, la (in)comprensión, otra vez del héroe, ante la ruptura y la sensación de desajuste porque ha sido manipulado por la ordenanza que —de nuevo— dictamina el deber-ser, la disciplina del acatamiento. Malin no asimila ahora por qué cesa su participación en la “tarea de choque” cuando “desde arriba” llega la orientación de que los verdaderos traductores han llegado para completar el trabajo que él y los profesores iniciaron. Por eso miente con ironía a la niña soviética que le pregunta si volverán a verse y es consecuente con la solicitud de la enfermera que le pide no involucrarse sentimentalmente.

Los colegas de Malin parecen muy animados con el retorno a “la normalidad”; sin embargo en aquel ha ocurrido justo lo contrario: vaciamiento ante la frustración, la certeza de que toda su vida, en el futuro, se rezuma en la obediencia y la automatización de su conducta en experiencias que a la larga le traslucen su sabor amargo. Al final de la película volvemos al aula donde se retoma la actividad del seminario con el análisis de la obra de Gógol y su personaje de marras. Dice un estudiante: “hemos visto a un hombre conducido a la locura (…) por el mundo en que vive. Él escapa para crear su propia realidad”. Malin no llega al extremo neurótico del personaje literario, pero casi lo cerca, al menos eso nos dice en tono menor esta película. Mientras pretende responderle al estudiante qué fue lo que más le gustó del hospital, aún desde la óptica del texto literario, Malin introduce una pausa para meditar y responder apenas en el susurro de una frase, en tanto el plano del aula dialoga simbólicamente con el de su encuentro con el mar y la mirada extraviada en el horizonte, más allá de las fronteras insulares. Como en efecto sucede, ante la incertidumbre del diarismo, queda abierta la posibilidad de la fuga.

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En esa línea, Un traductor se suma a un corpus ya considerable de películas nacionales que en los últimos años apuestan por un deslizamiento abierto —o solapado— de la crítica ideológica, sociopolítica, en su revisionismo histórico, con la cual de alguna manera se declaran “no alineadas”[2] a la permisibilidad ideoestética del discurso oficial, o al menos supeditadas a niveles de tolerancia “sin mucho ruido”. En este caso, el énfasis en el proceso de metamorfosis del personaje, el destaque nostálgico de su “grado de heroicidad” con mayor acento en el recuento épico del pasado, resulta una especie de “disfraz” de lo que, en mi propuesta de lectura, late en el nivel de enunciación de la película: su dosis también de desencanto, frustraciones, incomprensiones y desajustes emocionales ante la manipulación de la conducta humana por parte del poder. La posibilidad de la fuga, del exilio, es la respuesta del personaje respecto a su postura en un entramado geopolítico ideológicamente marcado por el aislamiento y el estoicismo de la utopía. Es decir, a la pregunta de Isona.

¿Dónde, pues, resulta fallida la película? En el escaso margen que el guion le concede a un posible debate sobre este conflicto al interior del personaje, incorporando otros matices, incluso, en el seno mismo de su propia familia. Quizás el escalpelo en mano no estaba en los propósitos de una escritura que tal vez hubiera introducido, de manera abierta, una inmersión mucho más interesante —pienso, por ejemplo en Santa y Andrés—, aunque ello la colocaría, quién lo duda, al borde del veto. Como decía antes, prevalece el tratamiento sin estridencia, la intencionalidad del asomo y no la hondura. ¿Pero no puede verse acierto en esto, también: en la inteligente viabilidad del camuflaje, el cuestionamiento en sordina a la ideología del poder, lo éticamente permisible y los dobleces de la conducta humana, pues a fin de cuentas, la naturaleza escabrosa del tema, con decibeles más escandalosos, no hubieran obstaculizado su camino al menos en el circuito comercial nacional? Lo creo.

Algo más merece añadirse: Un traductor, digamos, se toma una “licencia poética” en la contextualización histórica; a los efectos del drama, como que provoca un desfasaje en la evolución de sus categorías témporo-espaciales. No fue la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) lo que dictaminó el periodo de crisis económica en Cuba, el denominado “Periodo especial”, sino el colapso definitivo de la Unión Soviética y su desaparición como país en la arena mundial. Eso ocurrió el 25 de diciembre de 1991. El desplome del Muro, si bien es el símbolo de la caída del “socialismo real” en los países europeos, siguiendo el criterio de Hobsbawn, ni siquiera fue el fin propiamente del sistema para la extinta Alemania del Este, cuyo gobierno, luego del suceso, mantenía la esperanza de salvaguardar un estado de régimen comunista ante la posibilidad de la occidentalización que se avecinaba.

En la época, nadie tenía la certidumbre de lo que iría a pasar. En la película, la expresión de asombro de Malin mientras observa escenas del derribo del muro parece que, por instantes, le confieren un aire de pitoniso avezado. Por otra parte, el sentido circular del guion, da la impresión de que los acontecimientos que sirven como telón de fondo de la película desde que Malin abandona y retoma su rutina en la universidad —la visita de Gorbachov, la caída del Muro y el inicio del “Periodo especial”—, se suceden muy rápido, cuando en realidad se trata de un arco temporal mayor. Al menos, como son escasos los indicios respecto a las marcas fictivas del entretiempo, mas sí del tiempo histórico, es la sensación que tengo.

En mi anterior comentario ponderaba otros de los aciertos de la cinta en el orden técnico que omito repetir aquí. Pero decía que “Un traductor no es la gran película del cine cubano, pero sí es un ejemplo feliz de cuánto puede hacerse grande nuestro cine. La historia intimista de los hermanos Barriuso tiene todo el mérito de ser, desde el punto de vista estético y discursivo, a mi juicio, el mejor filme cubano exhibido en 2018”. Recomendaba, además, prestarle mucha atención a lo que estos hermanos harán en el futuro, pues si algo positivo nos han traído ha sido justo esta “lección de cautela” que se toman en su ópera prima cuando se tiene la conciencia de que es mejor ir de puntillas y no corriendo por un camino sembrado de huevos. A pesar de escoger una forma trillada en su hechura estética, sin grandes complicaciones dramatúrgicas, pero sí compleja en el tratamiento de su perspectiva ideológica, Un traductor tiene la mesura de hacerlo bien, con el tino de no quebrar casi ninguno.

Esas observaciones todavía las mantengo. (2019)

Notas:

[1] En “Block booking. Cine cubano (2018): marcar la diferencia”, publicado en dos partes en la revista Revolución y Cultura. (Parte I: no. 1/2019, enero-abril, pp. 1-12; Parte II: no.2/ 2019, pp. 1-10).

[2] Véase mi texto “Viraje, disenso, posideología: una introducción al cine cubano ‘no alineado’”, de próxima aparición, donde aporto más detalles sobre el tema.

 

 

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