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Un nuevo acercamiento critico a Los perros de Amundsen, tesis de graduación de la EICTV dirigida por Rafael Ramírez.

Cartel del filme Los perros de Amundsen.
Foto: Cortesía del autor
La puesta en escena como crisis de la realidad: el vector estético privilegiado por Rafael Ramírez desplaza cualquier registro canónico para desafiar la propia naturaleza de la representación.
La creación de este realizador se comporta como realidad autónoma que explora las posibilidades de su lenguaje. En su trabajo se advierte una remisión a códigos laterales de la vanguardia que, en un ensayo de alusiones y referencias textuales, busca discutir el sentido mismo de lo real, aun cuando pone en entredicho la substancia de la historia para complejizar y enriquecer el alcance de la sintaxis. Siempre que participa de lo cinematográfico —sin renunciar al diálogo con otras formas culturales que operan con la imagen electrónica—, la escritura fílmica de Rafael Ramírez desautoriza los modelos narrativos al uso, del documental y de la ficción, para rescatar una sensibilidad asociada a prácticas audiovisuales de carácter experimental.
Desde luego, hubo en este autor un proceso gradual de radicalización en el modo de componer gramaticalmente las películas. Periplo que conoce en Los perros de Amundsen (2017) una organicidad notable. Estamos ante una genuina propuesta creativa: Rafael Ramírez instala al centro de la representación un ejercicio que entiende el cine como articulación y enlace de ideas entre forma y discurso. Una práctica que apuesta por el lenguaje cinematográfico en tanto experimentación con la fenomenología de la experiencia.
Los perros… introduce una ruptura en la condición analógica de una imagen que, en Cuba, se ha visto mediada, durante décadas, por la ideología; determinada por la lógica del discurrir social, lo que ha hecho imposible una lectura del cine sin confrontarlo con lo extra-textual. Si bien en la contemporaneidad otros directores reaccionan al respecto, en un intento por cuestionar el estado de la civilidad, el caso que nos ocupa destaca por una estrategia que burla cualquier relación directa con el espacio social cubano. Es una renuncia expresa a todo vínculo con el sociologismo vulgar de la producción nacional.
Rafael Ramírez desarrolla un criterio constructivo de difícil acceso para las prescripciones oficiales que determinan la perspectiva de los procesos artísticos del país. Esos gestos narrativos y temáticos, instaurados como sello distintivo por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (CAIC), se han convertido en un cerco estético, legitimado en relación con un discurso político del que la imagen audiovisual debe participar inevitablemente. Hay aquí un efectivo distanciamiento de la factura realista, poco aventurada, sujeta a la crítica social y a la satisfacción de las demandas comunicativas de la recepción. De ningún modo estoy desacreditando esa tradición fílmica que insiste en el registro mimético del mundo; en puridad, celebro la aparición de una alternativa que desautomatice ese manierismo expresivo en el que reinciden los directores cubanos incluso en el contexto actual, tan atento a la virtud de las alteridades estéticas.
Desde comienzos del milenio, el mapa audiovisual de la isla ha incorporado ingredientes formales, soluciones expresivas, códigos genéricos y temáticas que, a su vez, están suscitando un vuelco en el desempeño del cine nacional. Ahora: el absoluto desprendimiento de una identificación explícita con el terreno de enunciación de sus películas, la organicidad de sus ascendencias culturales, el valor discursivo otorgado a la fotografía, el montaje y la música; el balance que alcanza entre el tono poético y la sintaxis intervenida por fórmulas provenientes del found footage, el mockumentary y el cine de género; la transgresión a la linealidad organizativa del relato y, sobre todo, el rebasamiento de las fronteras entre realidad, documental y ficción, hacen de la praxis fílmica del realizador de marras un ruta creativa de marcada importancia para el audiovisual cubano contemporáneo.
Además del engranaje ciertamente arriesgado en el que se aventura Rafael Ramírez, su ejercicio resulta significativo por ensayar un cine donde el tema es mero pretexto; o mejor, motivo para subsumir sus inquietudes en una indagación de la estructura narrativa, el plano argumentativo, las cualidades expresivas de la escritura cinematográfica. Sus historias —cuando las hay, pues todo parece “discurso” en sus obras— no participan de la lógica de continuidad causa-efecto. Ese tipo de progresión cómoda atentaría contra el espesor lingüístico de la articulación que interesa al realizador. Como veremos, insiste en erosionar la retórica común, presa del fervor comunicativo, para apelar a un repertorio de mayor libertad constructiva.
Diario de la niebla (2015) y Alona (2016), por ejemplo, sustentan un pensamiento que tensa las relaciones entre comunicación y creatividad: se proyectan como inventario racional de los perfiles estilísticos de ciertas prácticas cinematográficas disidentes que se ocupan, antes que de la “objetividad”, de la subjetividad y la lengua como sustancia de/para la representación; que buscan, por tanto, problematizar el discurso audiovisual. Desde tal perspectiva, estos ejercicios conforman una poética marginal que transgrede las creaciones fijas a las circunstancias, limitadas a la indagación existencial, para concebirse, en términos experimentales, como reflexión sobre los vínculos entre lenguaje y ser.
En Diario… —corto (de ficción) en el que Rafael Ramírez no deja de flirtear con lo documental—, la consistencia con que historia y discurso consiguen fundirse en un material autoconsciente dejan ver un sólido criterio de realización. El metraje es un found footage (grabaciones de un espía que perdió la memoria) articulado por James Craker Fishboume, personaje que, desde luego, jalona aún más los niveles de realidad del relato. Sin embargo, no es tal desplazamiento metafictivo lo que densifica el sentido estético de Diario…, sino el equilibrio entre la sutileza del plano argumental y el estilo visual, la acertada composición del montaje, el elegante descuido en la factura y la inserción de todo lo anterior en los moldes de ciertas convenciones genéricas. La particularidad de Diario… estriba, además, en cómo las imágenes capturadas y comentadas por ese personaje, que en la búsqueda de su identidad escamotea el sentido real de la diégesis, complejizan el juego de apariencias en torno a la historia de espionaje relatada al proponerse como found footage —justificación que ya habla sobre el juego de ilusiones que el material informa.
Alona, por su parte, alcanza organicidad porque los códigos de “la ciencia ficción” no irrumpen como simple intervención de elementos imaginarios en la representación, sino como coartada para generar una serie de espejismos entre “mundo posible”, subjetividad del rol protagónico —que opera como una suerte de autoconciencia o ente enunciador del discurso cuando todo parece emerger de su imaginación—, y la historieta que motiva el texto audiovisual. El tono distópico y el sutil onirismo que reportan las imágenes de Alona son parte de una sintaxis que se reafirma como terreno para la invención, de ahí que no insista en la rectitud comunicativa. Es un filme dado a potenciar su condición de lenguaje, por tanto, la composición del relato se complejiza a partir de su concepción como (singular) palimpsesto cultural.
No hay en esta película transparencia expositiva. La descomposición de la linealidad es una apertura a la producción de lecturas. En Alona hay un método composicional donde la progresión del relato se debe a la adición de circunstancias o al ensanchamiento del núcleo argumental —como ocurre también en Diario…. El mecanismo narrativo instrumentado en esta pieza funciona como una continua cadena de exposición, pues en la diégesis no hay avance hacia un punto definido: el crecimiento se produce en el plano del discurso. Un recurso que contribuye a su efectividad como cortometraje. Quizás el logro más apreciable se encuentre en la capacidad del realizador para, sin abandonar el carácter narrativo, estremecer la gramática: su retórica redirecciona el sentido para situarlo en la cualidad de la imagen, el sonido, la palabra, la plasticidad del encuadre, la elocuencia del plano y la puesta en escena.
Ya en estas dos obras, como vimos, el director pone en aprietos el campo referencial de lo que narra. Pero es Los perros… —que no participa puntualmente ni del documental ni de la ficción— la cinta en que mejor se extralimitan los contenidos de realidad para apostar por un tejido sígnico que dimensione la documentación sobre (no de) lo real. Estamos ante un ejemplo relevante de cómo hemos transitado de la objetividad al interés por documentar la subjetividad. Los diversos planos referenciales que el metraje integra, generan, al menos, dos centros discursivos básicos: uno que refracta las relaciones entre realidad y representación, evidenciando la naturaleza compleja y convencional de la primera, y otro donde, a raíz de esto último, la anécdota se difumina a favor de una elaboración conceptual de corte filosófico que interroga por la existencia y el ser.
Al inicio mismo de Los perros…, el fragmento que le sirve de prólogo contiene tal concentración textual que dispara la especulación lectiva, al tiempo que define los intereses temáticos. Un primer cuadro muestra la radiografía de una cabeza que reza los siguientes versos: “como inasibles flores de cerezo/los kamikazes caen en Okinawa”. Una trágica imagen poética que refiere los ataques suicidas de los japoneses (técnica kamikaze) en la batalla de Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial. Inmediatamente después, vemos imágenes de archivo de lo que parece ser la batalla, acompañadas de un discurso que se supone pronunciado por Roald Amundsen. Hay ahí una nivelación entre la empresa del explorador noruego —donde la ambición científica pone en entredicho los fundamentos de la ética— y los combates en la isla de Okinawa.
Los perros… cierra con un cartel donde se lee: “un filme inspirado en la Triología acéfala de José Luis Serrano”, de ahí que su anclaje real se encuentre en los versos del poeta. Partiendo de este punto, no hay problema alguno en afirmar que la película de Rafael Ramírez es una “puesta en imágenes” de la escritura que siguió Serrano en sus cuadernos Más allá de Nietzsche y de Marx, Geometría de Lovachevski y Los perros de Amundsen, especialmente en este último. Luego, ese assemblage con que trabaja Serrano se reproduce en la textura cinematográfica de Ramírez. Veamos que uno de los momentos más elocuentes de este audiovisual es cuando, justamente en una escena de doble autoconciencia autoral, un personaje le comenta a Serrano, personaje también: “…allá se presuponía un sentido, se buscaba, se reconstituía meticulosamente, se analizaba a fondo, pero tu aparato composicional parte de un flujo indecible de discursos, unos territorios de ruidos del lenguaje; huyes de la lógica, le pones sitio, quieres hacerla abortar, pero al final, la lógica vuelve, inevitablemente.” Justo aquí se encuentra el camino que sigue el realizador cinematográfico.
En Los perros… se rebaja al máximo la anécdota, o más bien se deconstruye en unidades que no siguen acontecimientos dramáticos escalonados. Se introduce una reflexión sobre el sentido de la realidad y las combinatorias de la representación. El trastrocamiento, precisamente, de las fronteras entre realidad y representación, la manipulación de los límites del documental y la ficción, someten al espectador a un continuo proceso de extrañamiento. Por este camino, nos adentramos en una praxis cinematográfica a la que el detenimiento en el contenido importa menos que el aspecto de la percepción. La operatoria es dislocar, como en los textos neobarrocos, el impacto directo del referente, por medio de una superposición de indicadores textuales que pueden ser ideológicos —estar relacionados con el tema o la historia narrada— o formales —cuando están ligados al poder expresivo de la puesta en escena, la música, el montaje.
Sin embargo, aun cuando la clave interpretativa de este realizador tiende a posicionarse en el plano formal y su nihilismo expositivo, sus proposiciones temáticas no dejan de emerger con un impacto transcendental. Más allá del subrayado del lenguaje, de la potenciación del estilo por encima de la tematización, el cosmos de connotaciones y la consistencia idéica de esta película constituyen una excelente experiencia receptiva. En ese cruce experimental de simulaciones, Rafael Ramírez revaloriza la creatividad del cine y explora formas narrativas (producción de sentido y construcción de historias) que potencian las propiedades de lo cinematográfico. (2017)
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