Velas: la vida en un soplo

Crítica sobre la obra ganadora en la categoría documental de la reciente Muestra Joven ICAIC.

Fotograma de Velas

De entre las rutinas habituales de la no ficción audiovisual, acaso la que ha fenecido para siempre haya sido la regla según la cual el realizador de documentales debía acogerse a una postura con aspiración de objetividad, a unos sucesos absolutamente verídicos y comprobables, a un respeto casi religioso por la verdad factual. Ello dejaba fuera, paradójicamente, el numen del trabajo del documentalista: ofrecer su visión de los hechos, reelaborar el material de manera que el resultado derivase de una operación artística en vez de responder a una pragmática de control fría e inocua.

Pero semejante lógica autoritaria llegó a ser tan dominante que, para desmarcarse de ella, fue acuñado el término de «documental de creación». Como si no supusiera una redundancia, para hacernos entender entre la gente que medía con reglas y cartabones la frontera entre el registro insustancial y lo admisible en la «violación» del material de referencia, tuvimos que acceder a adjetivar los términos.

Uno de los logros definitivos de la no ficción cubana, desde el mismo arranque del siglo XXI, ha sido desembarazarse de semejantes prejuicios. Si una obra va a ser documental, es, por fuerza, una obra de creación. Fin del debate. Un reportaje no es un documental. Un didáctico con ambiciones de divulgación científica o de información a favor de una causa política, tampoco. Sus objetivos pueden contener trazas de creación e incluso involucrar operaciones de índole artística, pero su corolario no es ofrecer una perspectiva reelaborada y única de los objetos de su interés; sino, en todo caso, poseer un talante doctrinario. Un documental es, en cambio, un acto revolucionario. Los mejores suelen ser revulsivos de las perspectivas adocenadas y conservadoras. Liberan, no envilecen. Obligan a revisarse el ombligo.

En el caso de Velas, podríamos estar ante una más de esas piezas de valor antropológico que en Cuba dan cuenta de la emigración, las rupturas familiares, la escisión de imaginarios y prácticas vitales que tales distanciamientos implican. La diferencia es que su realizador, Alejandro Alonso, ha dado con una forma única para contar lo mismo de manera diversa.

He aquí la historia de un matrimonio de ancianos, Olga y Enrique, a quienes está llegando a la edad de depender para siempre de otros, de perder las herramientas físicas y perceptivas que les permitieron ser individuos autosuficientes. Pero viven solos. La casa está llena de fotografías de gente ausente, que ilustran un tiempo ido. Incluso la primera secuencia, registrada directamente de la pantalla de un televisor, reproduce una fiesta de cumpleaños registrada en video donde Olga cumplía los 80.

El segundo acto nos deja navegar por la casa, donde ambos han vivido por 60 años. Retratos familiares, muebles, ventanas a cuyo fondo las nubes ennegrecen la vista, cortinas mecidas por la brisa. Silencio. Por un plano en negro repta ahora una niebla espesa. De esa oscuridad emerge el rostro de Enrique, los ojos cerrados.

La cámara ha impuesto hasta aquí un ritmo lento, de cuadros estáticos o de lánguidos barridos que el montaje articula en leves disolvencias. Pero el tercer acto es más radical: los planos son en lo adelante fotos fijas, en blanco y negro, imágenes sin movimiento interno. Sobre ellas, la voz en off de Enrique redacta en voz alta una carta a los hijos distantes. Les comenta de la soledad, de la ausencia de noticias, de la endeblez de Olga, que ya apenas habla y pasa los días sentada. Cuenta que ha tenido que hacerse cargo de las tareas domésticas; después de 86 años de vida aprendió a hacer unos espaguetis «para chuparse los dedos». También, que van a vender la casa para mudarse con una de las hijas a La Habana.

Entonces este mundo adquiere otro significado: presenciamos un universo al borde de la extinción. Las imágenes, que hasta aquí asumieran una función casi ilustrativa del relato hablado, introducen sutiles foto-animaciones, barridos del cuerpo de Enrique que muta de apariencia y se muestra como un plasma difuso. Un eco de viento en un ambiente cerrado quiebra el silencio perenne, por momentos mezclado con la musiquilla de un sonajero de vidrio. Todo adquiere un cariz espectral, que refuerza el comentario de Enrique: «Cuando sea que nos vayamos nos llevaremos nada más que las fotos, la cama, el televisor y los sillones. Las fotos… Me pregunto qué será de ellas cuando no estemos».

Esa preocupación por las imágenes se revierte en Velas no solo en un gesto auto-referencial, sino en la verdadera tesis de su propuesta. La vida como sucesión de imágenes, de recuerdos que operan como efigies y que sirven para ordenar el flujo sin orientación de la existencia, que la dotan de un sentido y transforman en relato. Como en el cine. Con Velas, más que contar una anécdota sobre personajes fácticos, Alejandro Alonso aspira a develar el sentido de la existencia humana y de la función que en su tejido juegan las imágenes.

Un propósito semejante estaba ya en Cierra los ojos (2013, codirigido con Lázaro Lemus), visto en la pasada Muestra Joven. (No hay que perder de vista la visión de David Horta y Silvia Oliva, productores de Velas, como también de Cierra los ojos, por sostener y apoyar una dosis de puesta documental que busca en los universos humanos para averiguar el sentido de la mirada).

Pero Velas es la consumación de una búsqueda donde forma y contenido se abrazan con pasión. Hay una coherencia aquí que no desfallece a los subrayados más comunes (una canción extradiegética que comente el tema, puesta al final o sobre los créditos), un atisbo de color local (la familia cubana dividida por la distancia), un rictus melodramático (lagrimee ante la estampa desoladora de la vejez desamparada). Nada de eso. Los juegos del guión se permiten construir incluso una jugosa alegoría: Enrique relata, al final de su epístola, un sueño donde la familia navega junta en un bote, en medio de un océano, y se carcajea porque han perdido los remos y quedado a la deriva.

Con Velas estamos ante una pieza de hálito universal, cuyo mérito es haber sabido mirar más allá de la apariencia fenoménica y del respeto documental a una envoltura material que es apenas la coraza de los días, las horas, los años, que se resisten a devolver significado alguno para su inercia.

Su dirección email no será publicada. Los campos marcados * son obligatorios.

Normas para comentar:

  • Los comentarios deben estar relacionados con el tema propuesto en el artículo.
  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los comentarios que incumplan con las normas de este sitio.